Esquema de una fuente.
Caminar por aquellas remotas calles,
ese desconocido que sostenía verbos,
semblanzas y epistolarios,
tan cercano, presente aún en miradas
y en el manoteado gesto
del que aterrado espanta avispas,
va apenas unos pasos por delante
de la sombra que octubre proyecta.
Hay una puerta, no oculta,
distraídamente simulada,
por ella la placita se acerca a tus pies
y el seco vaso de la fuente muestra
el mármol roto, la grieta con labios
de cemento y los guijarros que el tiempo
ha bordado por todo el abrevadero.
La pila acumula arena,
vencida y estéril tierra venida de ignotas
regiones donde, para poder soñar,
te cortan la cabeza.
Invisible caño recorre la nada
sin alborotar la eterna paz de la pileta,
no hay risas, ni empujones,
el parque está poblado de figuras
estáticas, recortes apenas conocibles,
sepia de bisabuelos,
negro y blanco de tías muertas,
yacentes hojas de plataneros
en papel maché se esparcen por el albero,
tronco de árbol de cartón piedra.
Tú solo podrás ver la fuente,
o lo que de ella queda.

