Evangelio.
Definimos la sombra y la luz,
un caleidoscopio de imágenes infinitas
llenaron el vacío y el titilar de tus párpados,
aleteando fragantes,
por encima de los ojos se hizo viento.
Las velas de remotos navíos henchidas
circunnavegaron los ecuadores de rancios
mundos imperfectos. Alguien descubrió
la fuerza de la gravedad en un patio de colegio.
Después se dijo de vectores, tasas y otras
palabras incontestables se abrieron paso
desde el salón al bolsillo de tu pantalón,
el derecho o tal vez el izquierdo.
Por mucho que insisto no lo recuerdo.
Afirmaste que podría haber ocurrido de otra manera.
Hablaste de sistemas no basados en el carbono.
Me ganó un intolerable bostezar, ¡tenía tantísimo sueño!
Envuelto en gasas y vapor
contemplé ciudades brillantes,
lejanos soles, relojes falsificadores de tiempo,
y me hiciste el encargo,
la tediosa obligación de transcribir el nuevo evangelio.
—Ya te diré, —decías, —a ver qué demonios invento.
